—¡Si no sirve para nada! ¡Con lo fácil que sería hacer los
deberes directamente desde el ordenador! ¡Y qué difíciles son estas letras! ¿Y
por qué las tengo que escribir de esta manera y no cómo a mí me apetecería?
Al principio me enfoqué en una sola trama, la de las letras,
pero sentía que la historia cojeaba y de pronto pensé en mi abuela, en su
pueblo y sentí que el círculo se cerraba. Esa misma noche, a mano, terminé un
esquema y estuve mirando para coger billetes e ir a visitarla en mayo. (Aunque
vivió siempre en Salamanca, en un pueblecito llamado Sepulcro-Hilario, con la
edad tuvo que entrar en una residencia en Ciudad Real donde vivía uno de mis
tíos).
A la mañana siguiente, la voz de mi madre me comunicaba su
muerte.
El duelo fue muy difícil más de lo que me hubiera imaginado
y hasta que un día de mayo no regresé al pueblo, a la casa vacía y al
cementerio para despedirme, no pude retomar la historia a penas empezada. Luego
fluyó pero no cómo yo pensaba, me dejé llevar y en cierto modo las palabras me ayudaron
a calmar el dolor, a sentir que con ellas la abrazaba, a pedirle perdón por
tantos meses de ausencia, por mi “no despedida”.
Hay mucha ficción en mis líneas, pero realidad también, como
en cada uno de mis libros: mi abuela era cartera y vivía en un pueblo, y sufrió
porque perdió muy joven a su marido y a un hijo. Supo vivir sola, sin queja y
fue para mí, una madre en cada verano, un ejemplo a seguir. Esta historia es uno
de los mejores regalos que me ha dado la vida y siento que, muy cerca, ella
sonríe feliz.
Ningún lugar está lejos.