La pintura de la voz: pequeña confesión

jueves, 12 de julio de 2018



Una tarde de febrero, haciendo deberes con una personita de 7 años muy hábil con los teclados, surgió la queja por tener que escribir:
—¡Si no sirve para nada! ¡Con lo fácil que sería hacer los deberes directamente desde el ordenador! ¡Y qué difíciles son estas letras! ¿Y por qué las tengo que escribir de esta manera y no cómo a mí me apetecería?
En ese momento supe que tenía una idea para un libro aunque ignoraba cómo desarrollarla.

Al principio me enfoqué en una sola trama, la de las letras, pero sentía que la historia cojeaba y de pronto pensé en mi abuela, en su pueblo y sentí que el círculo se cerraba. Esa misma noche, a mano, terminé un esquema y estuve mirando para coger billetes e ir a visitarla en mayo. (Aunque vivió siempre en Salamanca, en un pueblecito llamado Sepulcro-Hilario, con la edad tuvo que entrar en una residencia en Ciudad Real donde vivía uno de mis tíos).
A la mañana siguiente, la voz de mi madre me comunicaba su muerte.
El duelo fue muy difícil más de lo que me hubiera imaginado y hasta que un día de mayo no regresé al pueblo, a la casa vacía y al cementerio para despedirme, no pude retomar la historia a penas empezada. Luego fluyó pero no cómo yo pensaba, me dejé llevar y en cierto modo las palabras me ayudaron a calmar el dolor, a sentir que con ellas la abrazaba, a pedirle perdón por tantos meses de ausencia, por mi “no despedida”.
Hay mucha ficción en mis líneas, pero realidad también, como en cada uno de mis libros: mi abuela era cartera y vivía en un pueblo, y sufrió porque perdió muy joven a su marido y a un hijo. Supo vivir sola, sin queja y fue para mí, una madre en cada verano, un ejemplo a seguir. Esta historia es uno de los mejores regalos que me ha dado la vida y siento que, muy cerca, ella sonríe feliz.
Ningún lugar está lejos.